. el milseiscientos .

llovía. pero no importaba, mis ganas de caminar me hacían impermeable. la única que llovía era yo y mis ojos. nadie me retenía y nada me quitaba el sueño de hacerlo. sesenta metros, ochenta. cien. qué mas da... al final me subí al autobús milseiscientos, como siempre. aunque esta era la vez milseiscientasuna que subía a él. introduje mi billete y busqué un sitio, estaba lleno. lo encontré, menos mal. al lado de la ventana junto a un viejito adorable con la piel rota de tanto sonreír a la fuerza. miré en sus ojos una extraña sensación, esa con la que me levanto cada mañana. juraría haberle visto más veces. me quedé mirándole de reojo, pero los golpes de la lluvia en la ventana me podían, no había manera de ignorarlas. quise ser fuerte, de verdad, pero ya era tarde para no querer perderse en ellas.
el milseiscientos se detenía en cada parada para las personas que quisiesen subir, y las que no, esperaban a otro autobús. yo me quedé en ese, siempre me quedaba con ese, no había ningún otro como él. era perfecto, tan perfecto que tenía los asientos más incómodos del mundo y las ruedas tan desgastadas que ya ni se reconocían entre ellas. sólo tenía un defecto: siempre hacía el mismo recorrido.
la esquina del primer beso, el bar de las promesas, la fuente de los encuentros y el parque que ya no existe.
cada parada era una época de mi vida, y supongo que el recorrido era mi supervivencia. cada metro una razón para ser más fuerte. y cada gota un trozo de fuerza perdida.
mientras, yo era consciente que aquel autobús era yo, las personas que estaban subidas eran aquellas que llenan mi vida, las ruedas mi forma de ser y los asientos mi rutina.
¿y el viejecito? el que me hace subir al milseiscientos cada día.

                                                       .k.