11.6.10

.eL reLoj.


Caminaba lentamente, a paso de rey. Deslumbraba con el brillo de sus zapatos, y la calidad de la tela de su jersey invitaba a los demás a observarle detenidamente. Tenía unos rasgos muy especiales, una sonrisa de esas que cuando sonríe al mismo tiempo se le achinan los ojos. Sus ojos eran de color miel, y su pelo negro azabache. Era de los jóvenes más envidiados, y no solo por su forma aparente, sino por sus riquezas. Pero era un hombre egoísta, ambicioso y muy egocéntrico. Todo tenía que girar en torno a él, su vida tenía que ser el destino de cada uno de los que se cruzaban en su camino. Su nombre era Hugo, y su edad marcaba los 24 años recién cumplidos, aquel día 26 de Enero. Iba junto a su mejor amigo, Víctor, a comprar de manera desmesurada por aquellas ricas tiendas de la capital, como buen y merecido regalo de cumpleaños. Hugo jamás había regalado nada a nadie, perdón, me equivoco, sí lo hizo, una vez por navidades, a su amada madre. Su madre murió hace siete años, pero el recuerdo no lo mata nadie, ni siquiera la enfermedad que se adueñó de ella en poco más de una semana. Y aunque ella le repetía siempre que la bondad abre caminos, él nunca quiso escuchar. Y el día que ella se fue, Hugo decidió no sólo cerrar esos caminos que le indicó siempre, sino también cerrar todas las puertas posibles para vivir por y para sus gustos y placeres, sin beneficio a ninguna otra persona que no fuese él mismo. Por esto, Víctor era el único que le apreciaba, pues fue su compañero de escuela desde que nació.
Y ese día, Víctor le animó a pasear por la ciudad para que pensara lo mínimo posible en su pasado. La solución para Hugo era comprar cosas nuevas, para olvidar. Y fue allí, en aquella tienda de relojes, donde compró el regalo más caro posible. Era un reloj de oro, valorado en muchísima cantidad de dinero que pocos podían permitirse, pero para conseguirlo en su muñeca, Víctor tuvo que poner de su cartera para poder ceder el capricho de su amigo.
Al salir de aquella tienda de relojería, fue a deshacerse del envoltorio en un contenedor que se ubicaba junto a la carretera. Allí encontró una mirada. Dios, qué ojos…eran unos ojos verdes, manchados de lágrimas. Eran unos ojos enormes pero empequeñecidos… ojos sinceros, ojos penetrantes. Eran unos ojos poderosos…de esos ojos que miran una vez y te los atesoras para tus recuerdos toda la vida. Hipnotizantes. Pero al lanzar el envoltorio de su nuevo reloj, Víctor le cogió del brazo para llevarle al carruaje. Les esperaba.
Al llegar a su mansión, se sentó junto al fuego. Aquella llama le dibujaba imágenes de todas las formas y tamaños, pero no las buscaba sentido. Perdió la noción del tiempo aquella noche. Celebró sus 24 años observando aquella parte de la casa, como si nunca en la vida hubiese visto su propia chimenea, en la que se había acomodado junto a su madre leyendo cuentos y contando historias desde que era sólo un niño. Aquella noche perdió todo, sus recuerdos, su pasado, su futuro, su familia…hasta su nuevo reloj. Lo olvidó en la encimera de la entrada. Le resultaba una pieza muy gruesa y pesada que le aturdía aquella noche. Perdió hasta la voluntad de abrir las puertas de aquellos ojos, no sabía qué camino indicaba esa mirada…era demasiado liviana para ser tan profunda. Hugo nunca confió en las puertas, ni en los caminos, ni en el destino. No creyó nunca en nada, ni siquiera era consciente de que su propio cuerpo en vida tenía vida. Pues su egoísmo le mataba por dentro. Todo esto le abrumaba, y con dolor cayó rendido allí mismo.
A la mañana siguiente, se fue a preparar una taza de café. Mientras éste se calentaba, miró el reloj. Le quiso poner cuerda, pero no funcionaba. Le puso pilas nuevas. Nada, tampoco. Llamó a Víctor para que le fuera a recoger con el carruaje para ir a revisar el reloj a la tienda.
Llegaron allí, pero Víctor se fue a hacer recados, y Hugo se quedó a unos treinta metros de la tienda. De reojo miró el contenedor, pero no encontró nada. Así que entró en la relojería, el vendedor comprobó el reloj,…y funcionaba. Hugo no entendía, no sabía qué podría haber pasado. Pero sin pensárselo dos veces, se lo amarró a la muñeca, y se fue.
Bajó el escalón que marcaba la carretera y el tic-tac del reloj principal que estaba a la entrada de la tienda le llamó. Pero el frío y el aire no le permitían hacer otra cosa que resguardarse en su abrigo. No prestaba atención, no escuchaba, no sentía. Se había congelado en el espacio que marcaban las agujas de aquel reloj. Pero entonces escuchó:


-Señor, ¡señor!


Hugo se dio la vuelta. Era el vendedor. Le miró. Le había hecho volver a la realidad.


-Perdone señor, se ha dejado la bufanda.

Hugo no podía avanzar. Allí estaba. Allí estaban aquellos ojos. A la puerta de aquella relojería, donde compró aquel reloj a aquel vendedor. Todo era lejano, no sabía dónde estaba. Ya no diferenciaba lo que estaba cerca de él. No encontraba su orientación. Hasta que la vio. Era ella, sólo ella. Esa mirada era la brújula de su destino. El vendedor estaba de pie, en la puerta, junto a ella. Pero ella estaba acostada, entre pedazos de papeles y rotas sábanas desperdigadas. Se acercó, muy lento, demasiado lento. El vendedor le dio la bufanda, y él se agachó. Quiso mostrarse a la altura en la que ella se encontraba. Estaba tapada. Tenía el pelo castaño claro, medio rizado, medio muerto. Su nariz era puntiaguda, y estaba dañada por varias cicatrices en el rostro. Sus manos agarraban la tela que le cubría, pero podía ver sus dedos desnudos, frágiles, fríos, temblorosos. Suciedad, espanto. Estaba tumbada, y el cuello se le estaba quebrando por la rigidez del suelo y la dureza del frío.


-Hola, me llamo Hugo.


Ella no respondía. Tenía miedo de su dinero, de sus zapatos brillantes, de sus dientes perfectos y del olor tan impecable que desprendía. Pero sus ojos le transmitían calor, ardía por dentro. Y pasados unos minutos decidió contestar.



-Hola. Soy Jhoana.


Se desconcentró. Aquella voz era aún más hermosa que sus ojos verdes. No entendía cómo algo tan bonito estaba escondido entre tanta suciedad y tantos despojos.



-¿Puedo tumbarme?

-¿Dónde?

-A tu lado.

-No creo que te guste.

-Quien, ¿tú?

-No, la vida conmigo.

-No entiendo porqué.

-No vivo de dinero, ni de tiempo, ni de sueños, ni de amor. Ni siquiera vivo de vida, pues solamente estoy acostada por si consigo cerrar los ojos eternamente. No creo en la felicidad ni me guío por ninguna ilusión. Estaré muerta toda la vida.

-¿Me dejas decirte algo?

-Sí, claro.

-Vives aquí porque eres el regalo más grande que podía encontrar.

-No, eso no es verdad. Vi el envoltorio de tu nuevo reloj en el contenedor.

-Ya, pero ni lo quiero ni lo necesito.

-¿Por qué?

-Porque te has convertido en el tiempo de mi vida. Has conseguido detener todos los recuerdos de mi pasado en sólo una noche, has conseguido que gire el manillar de una puerta para conseguir esperanzas y salidas. Has abrazado mi alma con sólo un segundo de mirada. Has hecho que alguien como yo consiga agacharse para hablar con una persona de la calle. Has conseguido que siga los consejos de mi madre. Has abierto un camino en el que sólo te necesito a ti para ser feliz. Has convertido todas mis riquezas en un mero espejismo de felicidad. Has balanceado mi locura y mi cordura al mismo tiempo. Has jugado con la fuerza del destino para que nos encontremos tarde. Me has hecho llorar noches y noches por encontrarte. Si no vives de dinero, yo tampoco viviré de él, me quedaré aquí contigo. Sólo contigo. Y el reloj lo tiraré al mismo contenedor donde te vi por primera vez. Eres la aguja que guiará mi tiempo y la brújula que guiará mi camino. Si no vives de sueños, los crearemos juntos a partir de ahora, en esta calle, de este modo. Y si me dices que estarás muerta toda la vida, no te creeré. Porque si no, nunca descubriré cómo una persona que está muerta puede conseguir que otra se sienta viva. Y más aún, con la esperanza de no querer morir jamás.
.k.

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